Hemingway en Cuba: un refugio para esconderse del mundo

Hemingway en Cuba: un refugio para esconderse del mundo

Antes de volarse la cabeza con un tiro de rifle en el paladar, el periodista y escritor estadounidense vivió veintidós años en La Habana, adonde llegó seducido por la pesca del pez espada. Allí guardó sus libros y cartas —en total más de diez mil—, pero sobre todo, como un artesano insomne, escribió sus obras mayores a la sombra de lo que sería la revolución cubana.

Hemingway en Cuba: un refugio para esconderse del mundo

 

 

Las imágenes son contundentes: luego del Che Guevara y Fidel Castro, el rostro y el torso desnudo de Ernest Hemingway es el que más se repite en los estantes de buena parte de las librerías de La Habana, desde textos con su fotografía en grande, con un enorme pez espada como el de su extraordinaria epopeya El viejo y el mar, hasta el sonido de su apellido escrito sobre el lomo de las cubiertas que relatan sus aventuras.

Hemingway, un hombre postrado por la servidumbre insaciable de la vocación en Finca Vigía, su hogar en La Habana, escribió allí sus obras mayores: parte de Por quién doblan las campanasA través del río y entre los árbolesEl viejo y el marParís era una fiestaIslas en el Golfo.

Allí también dejó los rastros de su corazón en las cartas que nunca puso en el correo, en los borradores arrepentidos, en las notas a medio escribir y en su magnífico diario de navegación donde resplandece toda la luz de su estilo.

Hemingway en Finca Vigía, su hogar cubano. Foto: Getty Images

“I’m not a yankee, you know”

En 1960, el cronista argentino Rodolfo Walsh entrevistó brevemente a Hemingway en el aeropuerto de La Habana. Lo recuerda su par Gabriel García Márquez en el prólogo de Hemingway en Cuba (1984, Editorial Letras Cubanas), original del periodista Norberto Fuentes.

Apenas un año después del triunfo de la revolución cubana, cuando ya estaba en marcha la hostilidad del gobierno de Estados Unidos contra la isla del caribe, entre gritos y empujones de una masa de gente aglomerada en la terminal, Hemingway alcanzó a gritar en su español correcto: “Vamos a ganar, nosotros los cubanos vamos a ganar”. Y agregó en inglés sin que nadie se lo preguntara: “I’m not a yankee, you know”.

“No pudo terminar la frase en medio del tumulto. Un año y medio después se quitó la vida, todavía sin terminar la frase, que se ha prestado a toda clase de interpretaciones de ambos lados”, escribe García Márquez en el prólogo.

En una pelea de gallos en 1951. Foto: Getty Images

Aventurero, sensible, observador

Según el Nobel colombiano, “hubo siempre dos Ernest Hemingway distintos y a veces contrapuestos”.

Primero, uno para el gran público, de consumo masivo —mitad estrella de cine, mitad aventurero—, “que se mostraba a sus anchas en los lugares más visibles del mundo, que entraba con la vanguardia de las tropas de liberación en el hotel Ritz de París, que apadrinaba a los toreros de moda en las ferias de España, que se hacía fotografiar con las actrices de cine más deslumbrantes, con los boxeadores más bravos, con los pistoleros más tenebrosos, y que mataba primero al león y después al bisonte y después al rinoceronte en las praderas de Kenia, y todavía se daba el lujo de estrellarse dos veces en aviones y salir vivo”.

Era el Hemingway de las fotografías que sobreviven en libros y revistas con su rostro, ese de aspecto pesado y rudo, al que no se le podía quedar ninguna frase sin terminar.

“Pero había otro Hemingway en La Habana —distingue García Márquez—, escondido de sí mismo en una casa rodeada de árboles enormes, en cuyos anaqueles se fueron acumulando a través de los años los trofeos que el Hemingway mundano le llevaba como recuerdos de sus aventuras”.

Un hombre tremendamente sensible y observador, al que no solo se le quedó una sino muchas frases por terminar.

Junto a Fidel Castro en 1959. Foto: Getty Images

Tácticas de guerra, tiburones y barracudas

Durante su última visita a Cuba en 1977, la última esposa de Hemingway, Mary Welsh, acordó los términos junto al propio Fidel Castro para que Finca Vigía quedara prácticamente intacta, como lo está hoy (“lo único que la viuda se llevó fueron los cuadros de la estupenda colección particular de los mejores pintores contemporáneos”, anotó García Márquez), y convertida en un museo, el Museo Hemingway de La Habana.

El Museo Hemingway en Finca Vigia, año 2007. Foto: Getty Images

Fue durante ese viaje que el líder de la revolución cubana declaró ante un grupo de periodistas norteamericanos que Hemingway era su autor favorito.

“Hay que conocer a Fidel para saber que nunca diría una cosa así por simple cortesía, y que en todo caso tenía que pasar por encima de algunas consideraciones políticas importantes para decirlo con tanta convicción”, explica García Márquez.

 

Un par de años antes, en conversación con los norteamericanos Kirby Jones y Frank Mankiewicz, Fidel Castro revelaría que “conocía sus obras desde antes de la revolución. Leí Por quién doblan las campanas, cuando era estudiante. Hemingway hablaba de la retaguardia de un grupo guerrillero que luchaba contra un ejército convencional. Esa novela fue una de las obras que me ayudó a elaborar tácticas para luchar contra el ejército de Batista”.

El boxeo fue otra de sus pasiones. Foto: Getty Images

En sus primeros escritos sobre Cuba, Hemingway contó que se podía hacer la mejor y más abundante pesca que había visto en su vida. En 1960, en las redes del Torneo Internacional de la Pesca de la Aguja de La Habana, el escritor tuvo su primer acercamiento con Fidel Castro.

Del encuentro se publicaron numerosas fotos —reza una nota de Granma—, aunque, como dijo la directora del Museo Hemingway, Ada Rosa Alfonso, en uno de los Coloquios sobre la vida y obra del escritor, no se sabe qué conversaron.

Un marlín capturado en Key West. Foto: Getty Images

En una entrevista difundida en Francia, posterior a la muerte de Hemingway, Castro dijo una frase que podría dar algunas pistas: “A los tiburones y a las barracudas hay que tratarlas como a los imperialistas: si usted les huye, te atacan; pero si usted los enfrenta, te respetan”.


 

Luego, recorriendo Finca Vigía en La Habana, añade: “Uno de los lugares que más me gusta es este, porque aquí trabajaba Hemingway por la mañana. Aquí ponía las hojas, a veces escribía de pie. Se detenía aquí a hacer su trabajo mental por la mañana. A veces, trabajaba un poco más, y después, entonces, se relajaba. Tomaba ginebra, tomaba whisky, tal vez coñac francés. Pero él, parece que ya, por la tarde, no escribía”.


Libros, gatos y Finca Vigía

Según García Márquez, la relación de Hemingway con Cuba “no fue amor a primera vista, sino un proceso lento y arduo, cuyas intimidades aparecen dispersas y cifradas en casi toda su obra de madurez”.

En 1932, cuando hizo su primer viaje a la isla para la pesca del pez espada, “parecía convencido de que por fin había encontrado un hogar estable en Cayo Hueso, donde había tenido un hijo y había escrito su segunda novela, y donde sin duda había sembrado un árbol para ser el hombre completo del proverbio”, anota el colombiano, que desliza una idea sobre el origen de Finca Vigía.

“A muchos escritores que tienen varias casas en distintos lugares del mundo les suelen preguntar cuáles consideran como su residencia principal, y casi todos contestan que es aquella donde tienen sus libros. En Finca Vigía, Hemingway tenía nueve mil y además cuatro perros y cincuenta y siete gatos”, sintetiza el autor tras El otoño del patriarca.

 

Según García Márquez: “Cuando uno piensa en la meticulosidad con que Hemingway escogía los lugares para escribir, su preferencia por el hotel Ambos Mundos —otro de sus refugios en la isla— solo podría tener una explicación: sin proponérselo, tal vez sin saberlo, estaba sucumbiendo a otros encantos de Cuba, distintos y más difíciles de descifrar que los grandes peces de septiembre y más importante para su alma en pena que las cuatro paredes de su cuarto. Sin embargo, cualquier mujer que debiera esperar a que él terminara su jornada de escritor para volver a ser su esposa, no podía soportar aquel cuarto sin vida”.

Luego sigue: “La bella Pauline Pfeiffer lo había abandonado en sus momentos más duros. Pero Martha Gellhorn, con quien Hemingway se casó poco después, encontró la solución inteligente, que fue buscar una casa donde su marido pudiera escribir a gusto y al mismo tiempo hacerla feliz. Fue así como encontró en los anuncios clasificados de los periódicos el hermoso refugio campestre de Finca Vigía, a dos leguas y media de La Habana, que alquiló primero por 100 dólares mensuales, y que Hemingway compró más tarde por 18.000 de contado”.

Una de las imágenes más conocidas de Hemingway junto a un rifle. Foto: Getty Images

El lugar donde se escribe

Hemingway vivió en La Habana veintidós años en total.

“Habló de la acariciadora y fresca brisa matinal en los días de calor, habló de la posibilidad de criar gallos de pelea, de las lagartijas que vivían en el emparrado, de las 18 clases de mangos de su patio, del club deportivo junto a la carretera donde se podía apostar fuerte en el tiro al pichón, y habló una vez más de la corriente del Golfo que estaba solo a 45 minutos de su casa, y donde se podía hacer la pesca mejor y más abundante que había visto en su vida”, enumera García Márquez.

“Uno vive en esta isla —escribió Hemingway— porque se puede tapar con un papel el timbre del teléfono para evitar cualquier llamada, y porque en el fresco de la mañana se trabaja mejor y con más comodidad que en cualquier otro sitio”.

Al final de ese párrafo, cuando uno piensa en la meticulosidad con que Hemingway escogía los lugares para escribir, agregó: “Pero esto es un secreto profesional”.

“No necesitaba advertirlo —remata el escritor colombiano—, pues ya casi nadie ignora que el lugar donde se escribe es uno de los misterios insolubles de la creación literaria”.

Hemingway en Cuba, del periodista cubano Norberto Fuentes.